El 11 de marzo de 2020, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director Ejecutivo de la OMS, declaraba la enfermedad por coronavirus COVID-19 como pandemia. Este anuncio prácticamente supuso el disparo de salida en una carrera desenfrenada para encontrar una vacuna o un tratamiento eficaz. Ese día también la Humanidad encaraba un nuevo desafío global en forma de pandemia de una gravedad y dimensiones nunca vistas por nuestra generación: “o se salva todo el mundo o nadie estará a salvo”. Pero el desafío también ofrece tintes de oportunidad inesperada para transformar las reglas que han venido regulando el sistema internacional hasta convertir la salud y las tecnologías para preservarla en bienes al servicio del mercado. La Humanidad se encuentra ante la ocasión de transformar este sistema y apostar por la cooperación y la salud global. En el momento de escribir estas líneas, el mundo pendula todavía entre estas dos posibilidades.
Quizá las dos iniciativas más novedosas auspiciadas por la OMS sean, de un lado, el proyecto denominado “Acelerador del acceso a las herramientas contra la COVID-19 (ACT-acelerador)”; y, por otro lado, “C-TAP, Covid Technology Access Pool”, un pool de patentes público y de acceso universal de tecnologías para combatir la COVID-19.
El ACT-acelerador tiene como objetivo acelerar el desarrollo y producción de nuevos medicamentos, productos de diagnóstico y vacunas contra la COVID-19 y el acceso equitativo a estos. Para su financiación, se lanzó un maratón de recaudación de fondos convocado conjuntamente por la UE, Canadá, Francia, Alemania, Italia (que ejercerá asimismo la próxima presidencia del G-20), Japón, el Reino de Arabia Saudí (que además preside ahora el G-20), Noruega, España y el Reino Unido.
Por su parte, el pool de patentes públicas y de acceso universal de tecnologías consiste en una iniciativa importante para facilitar el acceso libre y uso de esas tecnologías a los países más empobrecidos. Sin embargo, como iniciativa voluntaria que es, no se puede decir que esté siendo respaldada por todos los estados que se esperaría que lo hiciesen para alcanzar su meta. No llegan a cuarenta los países que se han adherido y son aquellos donde no se están desarrollando tecnologías para la COVID-19. Del entorno europeo, sólo participan Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Noruega y Portugal. La Federación Internacional de Fabricantes y Asociaciones Farmacéuticas (IFPMA, por sus siglas en inglés) se expresó de esta manera, con respecto al C-TAP: “Participaremos, pero no nos obliguen”.
Paralelamente, la OMS ha puesto al servicio del combate de la COVID-19 el ensayo clínico internacional Solidaridad. Con esta iniciativa, la OMS aprovecha su capacidad de impulsar la colaboración y la investigación mundiales para estudiar diversas posibilidades terapéuticas. Mientras que los ensayos clínicos aleatorios suelen tardar años en diseñarse y llevarse a cabo, el ensayo "Solidaridad" reducirá el tiempo en un 80%, gracias al trabajo coordinado de cientos de profesionales médicos e investigadores de todo el mundo. Por su parte, la Comisión Europea se movilizó rápidamente desde la declaración de pandemia para asignar millones de euros para promover la investigación sobre COVID-19, entre otras cosas a través del programa Horizonte 2020, la Iniciativa de Medicina Innovadora (IMI) y los préstamos del Banco Europeo de Inversiones (BEI). Varios gobiernos europeos también han movilizado recursos sustanciales para apoyar el desarrollo de diagnósticos, tratamientos y vacunas.
Si dirigimos la mirada a Europa, resulta muy reseñable la “Resolución del Parlamento Europeo, de 17 de abril, de acción coordinada para combatir la pandemia de la COVID-19 y sus consecuencias” que, además de animar a los estados miembro a “impulsar sus esfuerzos de financiación rápida de la investigación en una vacuna o tratamiento”, destaca “la necesidad de apoyar medidas que favorezcan la ciencia abierta con el fin de acelerar el intercambio de datos y de resultados de investigaciones dentro de la comunidad científica, en Europa y fuera de ella”; insiste en que toda investigación financiada con fondos públicos debe ser de dominio público.
Lo cierto es que ha existido todos estos meses un contexto de fuerte presión sobre la industria farmacéutica para que aborde la revisión de las normas que rigen el modelo de I+D biomédica y farmacéutica para que se ponga decididamente el interés público en el centro. Pero, al mismo tiempo, los gobiernos no se encuentran en situación de fuerza como para confrontar a la industria farmacéutica y sus intereses comerciales, dada la dependencia de este sector para abordar las prioridades que emanan de la COVID-19.
En el ámbito europeo, no se ha conseguido avanzar en un posicionamiento común de la Unión con respecto al pool de patentes públicas y, en su lugar, se está promoviendo un sistema de compra de vacunas conjunto de la UE con algunos desarrolladores, similar al que previamente se alcanzó en EE. UU. Mientras, por su cuenta, un grupo de cuatro potencias europeas (Alemania, Francia, Italia y Holanda) han creado su propia “Alianza inclusiva para la vacuna” para reforzar su papel negociador con los laboratorios farmacéuticos que están trabajando en el desarrollo de una vacuna contra el coronavirus. Su objetivo, oficialmente, es conseguir aumentar la capacidad de fabricación de posibles vacunas contra el SARS-Cov-2 y obtener el mayor número de dosis en el menor tiempo posible. Lo que está por ver es si este tipo de acuerdos no persigue también una posición ventajosa en la distribución de las futuras vacunas a sus poblaciones. Porque si algo es seguro con relación a la búsqueda de la vacuna para la COVID-19 es que cuando ésta se descubra, no habrá producción suficiente para todo el mundo.
En la arena de la gobernanza mundial, también cuando se trata de salud global o supervivencia de la Humanidad, el mango de la sartén sigue estando en manos de los países más enriquecidos y la tensión entre fuerzas opuestas pone a prueba a organismos internacionales como la OMS. De momento, las grandes potencias están mostrando una buena capacidad para nadar y guardar la ropa.
Si alguien todavía duda de que las nuevas herramientas y recursos sanitarios para combatir la COVID-19 fueran a convertirse en un producto de lujo sólo necesita recordar un nombre: Remdesivir. Se trata de un medicamento antiviral desarrollado hace años para atacar al virus del ébola, que como tratamiento para la COVID-19 ofrece un alcance muy limitado y está muy lejos de ser la cura definitiva para acabar con la pandemia. Aun así, a los pocos días de que la compañía biofarmacéutica Gilead lo colocara en el mercado, EE. UU. anunció la compra casi total de su producción para los siguientes 3 meses (el 100% de la producción que realice la farmacéutica durante el mes de julio y el 90% en agosto y septiembre). Sin embargo, lo más significativo del “fenómeno Remdesivir” está en el precio desmesurado que la farmacéutica le ha asignado: 2.083 euros por paciente.
Un mes más tarde, la Comisión Europea firmó un contrato con Gilead para asegurar las dosis de tratamiento de Veklury, que es el nombre comercial del Remdesivir, a partir de agosto. Bruselas habría pagado 63 millones de euros por el tratamiento, aproximadamente, para suministrarlo a 30.000 pacientes con síntomas graves de COVID-19, que serán financiados a través del Instrumento de Apoyo en Emergencias puesto en marcha para costear la compra de tratamientos o vacunas.
El ejemplo de Veklury (Remdesivir) nos recuerda que durante la pandemia no se ha producido ningún cambio en la forma en que la propiedad intelectual se gestiona. Las empresas farmacéuticas pueden monopolizar el futuro de la COVID-19 y condicionar quién tiene acceso y quién no.
Vale la pena señalar que las empresas farmacéuticas están recibiendo millones de euros y dólares a través de acuerdos privados con algunos países y también, especialmente, a través de fondos públicos y filantrópicos. Esta financiación pública, como la de donantes a fondos para promover las iniciativas colectivas, debe dar lugar a una producción de vacunas y tratamientos que, además de ser eficaces, sean designadas como bienes públicos globales. El precio de venta no debe estar fijado por las leyes del monopolio.
A fecha de julio, se están desarrollando 149 vacunas experimentales, de las cuales 6 están en fases bastante avanzadas como para llegar a augurar incluso que para finales de 2020 alguna de ellas pueda estar disponible para producción. Sobre la mesa quedan cuestiones como la eficacia de estas vacunas, la capacidad de la industria para producirlas a escala mundial y la gran pregunta: ¿a quiénes llegará antes y a quiénes no llegará nunca?