Daniel López Acuña
Médico. Epidemiólogo. Ex Director de Asistencia Sanitaria en Situaciones de Crisis de la Organización Mundial de la Salud. Profesor Asociado de la Escuela Andaluza de Salud Pública
Si algo nos ha mostrado la pandemia de COVID-19 a lo largo de los últimos veintiún meses ha sido la insuficiencia de los mecanismos europeos y mundiales para garantizar una seguridad sanitaria común, más allá de las fronteras nacionales, para responder con eficacia y de modo coordinado a un fenómeno pandémico como el que hemos tenido que enfrentar y para convertir a las vacunas contra la COVID-19 en bienes públicos por encima de la lógica de mercado.
Ha sido preocupante la cortedad de miras y dispositivos eficaces para lograr un acceso universal equitativo a las vacunas que, hasta el momento, son el medio más importante con el que contamos para prevenir la enfermedad severa, el sufrimiento y la muerte a consecuencia de la infección por SARS-CoV-2.
Estamos muy lejos de alcanzar lo que deberíamos haber construido a lo largo de las últimas décadas: bienes públicos europeos y mundiales en materia de salud pública que permitan trascender los limites egoístas de una lógica de Estado-Nación, y las limitaciones que impone una lógica mercantil cuando nos enfrentamos a una amenaza que trasciende fronteras, soberanías nacionales e intereses particulares de países individuales.
No contamos ni con los instrumentos ni con los mecanismos de gobernanza europea y mundial que viabilicen una acción colectiva supranacional que constituya un ejercicio de autoridad sanitaria más allá de los ámbitos puramente nacionales. Y la pandemia ha dejado muy claro que sin ellos somos ineficaces, que el virus nos vence con mayor facilidad y que, si no introducimos cambios profundos tanto en el ámbito europeo como en el concierto mundial, la historia se repetirá ante el advenimiento de una nueva pandemia que nos seguirá pillando mal preparados.
No hay duda de que se logró avanzar rápidamente en la secuenciación del genoma del virus y eso permitió desarrollar con prontitud pruebas diagnósticas sensibles y específicas, si bien estuvieron sujetas desde un comienzo a una carrera comercial y a una lógica primariamente mercantil. Ciertamente, la secuenciación obtenida tempranamente y la cuantiosa inversión pública de numerosos Estados ayudó también a que los esfuerzos en torno al desarrollo de vacunas hayan caminado en tiempo récord, lo cual ha posibilitado llegar, un poco más de un año después del inicio de la pandemia, a contar con alrededor de media docena de vacunas eficaces y seguras, que hacen posible ir avanzando en la protección de las personas contra la severidad de la enfermedad y el riesgo de muerte por COVID-19.
Pero la lógica que ha imperado es la de una producción comercial y no la de la generación de un bien público, cuya producción y distribución fuesen adecuadamente orquestadas a través de un mecanismo de cogobernanza por parte de los Estados. Como consecuencia, aún no se cuenta con el suficiente número de dosis para enfrentar las necesidades de vacunación, las vacunas aún no son asequibles para todos los países, no están distribuidas equitativamente, ni ha primado una lógica de protección gradual de las poblaciones más vulnerables del mundo, independientemente de su pertenencia a un país u otro.
Para la ciencia y para la salud publica esta pandemia ha supuesto luces y sombras. Ha desatado avances rápidos y significativos en la investigación científica, pero aun nos falta mucho por conocer y, sobre todo por aprender, para traducir e internalizar el conocimiento en acciones eficaces de amplio espectro social, que contengan el avance del virus y que superan la lógica de mercado cuando existe una necesidad y un interés públicos.
La realidad ha superado los escenarios imaginados para posibles pandemias y las previsiones iniciales con relación a la COVID-19. En un mundo globalizado en el que el trasiego de personas es enorme, una epidemia severa de transmisión respiratoria y alta contagiosidad se extiende a una velocidad inimaginable. También ha quedado claro que esto requiere acciones drásticas para contener su diseminación, más eficaces cuanto más tempranas. Necesitamos tener más capacidad anticipatoria, más acciones colectivas de carácter vinculante, mejor preparación pandémica, mejores planes de contingencia y una mejor gobernanza internacional, europea y nacional para este tipo de situaciones.
La seguridad sanitaria mundial, y en un ámbito más cercano europea, es el proceso que lleva a obtener el resultado de lograr mantener los riesgos sanitarios bajo control, asegurando “el orden sanitario”. Implica una capacidad europea y mundial de detectar disrupciones (alerta) y de corregirlas activa y rápidamente (respuesta), para lo cual es imprescindible contar con acuerdos colaborativos vinculantes, tanto mundiales como regionales, que posibiliten la acción colectiva más allá del ámbito nacional.
Por eso hablamos de un bien público mundial, y en su caso europeo, que trascienda las soberanías nacionales y que tiene que ser aceptado claramente por los Estados que lo conforman. Debe tener una naturaleza intergubernamental y multilateral, pero sobre todo tiene que permitir que se reúna, se comparta y se analice la información relevante, sin filtros ni secretos guiados por un enfoque miope de “seguridad nacional” y, muy especialmente, tiene que llevar a cabo acciones rápidas y decisivas supranacionales para atajar el problema más allá del ámbito nacional.
El alcance del Reglamento Sanitario Internacional vigente, sin embargo, no es suficiente para cumplir con esos requisitos fundamentales, ya que los Estados que son parte de esta convención internacional no han cedido soberanías nacionales y ello imposibilita una acción colectiva supranacional. El problema, en consecuencia, no está en el instrumento, sea éste el Reglamento Internacional o un nuevo Tratado Internacional de Preparación y Respuesta ante Pandemias, como el que han planteado varios líderes mundiales y el propio Director General de la OMS. Si no se ceden soberanías sanitarias nacionales, ningún instrumento tendrá la efectividad que se requiere.
En el ámbito de la UE se necesita también un enfoque coordinado y convergente, que no ha existido. Esto ha generado dificultades para poder frenar a tiempo las distintas olas de COVID-19. La incoordinación de medidas restrictivas y acciones sanitarias, y el errático control de fronteras que ha producido un trasiego irregular de personas, no ha logrado interrumpir ni oportuna ni eficazmente la cadena de transmisión de la infección del SARS-CoV-2, ni llevar la situación de seguridad sanitaria regional a un grado razonable de estabilidad. Tampoco ha sido posible armonizar las decisiones en cuanto al uso de las vacunas aprobadas por la Agencia Europea de Medicamentos, el ente regulatorio supuestamente establecido para actuar de manera concordante en todos los países de la Unión en lo referente a la utilización de medicamentos y vacunas, y esto pone en entredicho la eficacia de las actuaciones sanitarias de alcance europeo ya que muchos países de la región han ido a su aire.
Los países van en direcciones diferentes y adoptan medidas sin coordinación suficiente y sin tener un enfoque unificado para la respuesta a los nuevos desafíos de resurgimiento de la transmisión que ocasiona un aumento del número de casos. Urge adoptar en el seno de la UE una acción concertada. La Comisión y sus distintos órganos relevantes deben asumir el liderazgo que les corresponde y arribar a un marco de actuación común para orientar los esfuerzos que debe realizar cada uno de sus Estados miembros para doblegar la transmisión del virus. De lo contrario, tendremos retrocesos.
El certificado digital sanitario, tal como ha sido planteado, genera falsas seguridades y no garantiza la seguridad sanitaria que tiene que acompañar al restablecimiento de viajes internacionales y a la reanudación de los flujos turísticos. Es una plataforma de información interoperable, que registra si las personas están vacunadas, tienen una PCR negativa o tienen anticuerpos contra el SARS-CoV-2 por haber padecido la enfermedad en los últimos seis meses, pero nada más. No se ha acompañado de disposiciones uniformes en el ámbito europeo para regular viajes y entradas y salidas de los países, que es lo que realmente resulta clave.
Aún hay mucho por hacer en materia de coordinación de las medidas asociadas al cierre y apertura de fronteras, cuarentenas, realización de pruebas diagnósticas para viajar, consejos y restricciones de viaje y movimiento de personas en la región.
El asunto de las vacunas merece una especial referencia, ya que se trata del instrumento fundamental para controlar la pandemia en el mediano plazo, pero que solamente funcionará si es impulsado como un bien público tanto en el ámbito europeo como en el concierto mundial. Sin embargo, ni la actuación de la OMS, GAVI y el Banco Mundial en el ámbito mundial, a través del mecanismo COVAX, ni la plataforma Accelerator, ni las medidas tomadas por la UE en su espacio de competencia, han estado a la altura de lo que se requiere para ello. Empiezan a producirse algunos pasos más decisivos en cuanto a posibilitar el acceso a dosis de vacunas a países en desarrollo por parte de países del G7 y otras economías avanzadas, especialmente en Europa, España incluida, que fueron anunciados en la Cumbre sobre COVID-19 convocada por el Presidente de los EE. UU., Joe Biden, poco antes de la Asamblea General de las NN. UU. de septiembre de 2021. Por lo pronto son promesas que llegan tarde y no son todavía suficientes para cerrar la enorme brecha de inequidad mundial con relación a la vacunación contra la COVID-19.
Hubiera hecho falta una acción más decisiva desde el comienzo, que hubiera apostado por consolidar las acciones para el desarrollo de vacunas de una manera colaborativa y de centralizar las funciones regulatorias para la aprobación de las vacunas y su revisión en términos de seguridad y eficacia. Por el contrario, se ha permitido la proliferación de esfuerzos competitivos teñidos de un absurdo nacionalismo vacunal, que han terminado por “acomodar” pactos comerciales con las compañías farmacéuticas productoras de las vacunas aprobadas, en lugar de inducir una producción más acelerada con procesos de terciarización -en la que podrían haber participado entidades farmacéuticas con capacidad de producción de vacunas en todo el mundo y en los distintos países de Europa, en particular-.
No basta con el mecanismo COVAX para apoyar que los países pobres puedan comprar vacunas, ni con una compra consolidada europea que inicialmente no garantizaba el abasto suficiente de vacunas para poder vacunar al ritmo que se necesitaría en los países de la Unión. Son mecanismos vicariantes, que no corrigen el problema estructural de base y que hacen de las vacunas un bien privativo y no un bien público.
Tanto la UE como la OMS deberían haber convocado al sector farmacéutico para desarrollar un “plan de choque”, con una lógica de economía de guerra, que llevase a una producción intensificada del número de dosis de vacunas necesarias con el pleno respaldo de los gobiernos de sus Estados miembros. Se necesitaba poner en marcha el “compulsory licensing”, que fue aprobado hace casi dos décadas en la ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio, que permite flexibilizar las patentes cuando hay una prioridad internacional de salud pública -como en su momento fueron los tratamientos de antirretrovirales para luchar contra el SIDA-, y que habría hecho posible producir a menores costes y mayor agilidad las dosis necesarias de vacunas para todo el mundo.
Un esfuerzo concertado para reducir la fragmentación mundial y europea, y fomentar la coordinación sería especialmente útil. Esto es fundamental para hacer más efectiva la cooperación sanitaria internacional. El leitmotiv de este esfuerzo debería ser el enfoque colectivo para frenar los repuntes, un abordaje coordinado y solidario en el control de la pandemia y en la mitigación de sus efectos económicos y sociales, y una acción colaborativa en la producción y distribución de vacunas, ya que no se trata exclusivamente de un asunto individual de cada país. "Ningún hombre es una isla" decía el poeta inglés John Donne. En este caso ningún país es una isla y todos los Estados miembros están en un barco común. Y hay que impulsar una acción rápida, colaborativa y concertada, de la que España debe ser adalid.