La reforma del sistema de Cooperación Española

2021

Casi nadie discute que el mundo de hoy es muy distinto al que conocíamos previo a la pandemia y al que existía cuando se creó el sistema de cooperación en España. En este tiempo la agenda internacional ha evolucionado y no nos referimos únicamente a la inclusión de temas nuevos -como el cambio climático o ahora la urgencia de la COVID-19-, sino al hecho de que sea cada vez menos sólida, estable, concreta y persistente, para revelarse más líquida e inestable. Este cambio no es ajeno a la incorporación de nuevos actores al sistema de cooperación, que aportan otra mirada al desarrollo y que lo hacen más complejo y heterogéneo.

El sistema de cooperación español debe adaptarse a los cambios habidos en el entorno internacional y apropiarse de una agenda más ambiciosa, conectada a los ODS y al cambio climático. El sistema actual tiene cosas interesantes que conviene preservar, pero necesita de una reforma en profundidad, que dialogue con nuevos actores que han irrumpido con fuerza, y que lo haga con una mirada amplia que se eleve por encima de las particularidades de cada uno.

Partimos de un diagnóstico compartido que incide en la excesiva fragmentación del sistema, en la configuración de una arquitectura institucional poco apropiada y en la existencia de unos recursos técnicos, económicos y humanos que son insuficientes -y, en ocasiones, no adecuados para la gestión que se les exige-. La década de ajustes presupuestarios que hemos vivido ha agravado sin duda estas deficiencias, lo que hace más oportuna y necesaria esta reforma.

Tenemos un sistema de cooperación claramente mejorable y un Gobierno que se declara con “ambición reformista y sensibilidad social”, rasgos esenciales para afrontar con ambición y rigor la profunda reforma que el sistema requiere, rediseñando su arquitectura institucional y dotándolo de los medios y el marco normativo que necesita para operar adecuadamente.

La reforma, que sería importante contara con el consenso de todos los actores, incluye, entre otras cuestiones, una nueva Ley de Cooperación Internacional; una reforma en profundidad de la AECID; del sistema de AH; de la cooperación financiera; una mayor integración de los distintos actores; un presupuesto más ambicioso; y unos recursos humanos adecuadamente formados, con regímenes laboral razonables y escenarios de promoción profesional previsibles. Es decir, un plan de reformas que incluya medidas institucionales, políticas, legislativas, presupuestarias y administrativas.

Despejado el alcance que se le quiere dar a la reforma, se trabaja por tanto con la idea de acometer una “reforma integral”. Toca definir el modelo de desarrollo que se quiere, modelo que por el momento no ha sido ni debatido ni consensuado. Así pues, toca precisar el “para qué” de la reforma. El modelo de cooperación que surja debe responder a los retos que reclama el futuro, como son la lucha contra la pobreza, las desigualdades, especialmente las de género, acrecentadas por la pandemia, y la emergencia climática.

La Ley de Cooperación para el Desarrollo Sostenible y Solidaridad Global se llevará a Consejo de Ministros en febrero de 2022 para, a continuación, iniciar tramitación en el Congreso en el próximo periodo de sesiones. La solidaridad, la justicia global, el cambio climático, el género y los DD. HH. serán los principios que guíen esta política, que deberá estar al servicio de las personas. La mayoría de los recursos se destinarán a afianzar estos pilares.

La AOD, en tanto que política pública, requiere de un compromiso presupuestario cuya hoja de ruta nos lleva al 0,7% en 2030, con escalados intermedios que no están claros -salvo el del 0,28% en 2022, recogido en los presupuestos generales-. El 10% de los recursos será para AH, con la creación de un fondo de respuesta flexible para crisis emergentes.

La reforma requiere la revisión de los instrumentos, incluidos los asignados a cooperación financiera -como es el caso del Fondo para la Promoción del Desarrollo (FONPRODE)-; el reconocimiento de los actores -en especial el de las ONGD, como expresión de la solidaridad de la sociedad civil-; el desarrollo de nuevos partenariados y alianzas, así como un nuevo estatuto de la AECID, que refuerce sus capacidades en materia de recursos humanos y permita la retención de talento y la especialización.

Importante será también analizar qué encaje tendrá la cooperación descentralizada si se persigue el propósito deseado de que puedan participar de iniciativas conjuntas, compartir liderazgos, conocimientos y experiencias. Más allá de la aportación de recursos e iniciativas que promueve, la cooperación descentralizada apuesta por prioridades y modelos de acción y gestión a veces diferentes a los propios de la cooperación que realiza la AGE, muy apreciados y bien valorados por la mayoría de los actores no estatales.

Finalmente, debe subrayarse la necesidad de reforzar la gobernanza con instituciones fuertes: el Ministerio como centro del sistema; un Consejo Superior de Cooperación al Desarrollo; una Comisión Interministerial; una nueva Conferencia Sectorial de Cooperación al Desarrollo, para promover la riqueza de la cooperación descentralizada; y una Oficina de Evaluación de la Cooperación Española.

La labor es ingente, pero parece que hay voluntad política para llevar la tarea adelante. En unos meses podremos despejar dudas.