Burkina Faso: La crisis olvidada

2020

Burkina Faso se encuentra en el centro de la gran región del Sahel, en África Occidental y comparte frontera con Benín, Costa de Marfil, Ghana, Malí, Níger y Togo.

Es históricamente uno de los países más empobrecidos del mundo: según el Índice de desarrollo humano (IDH) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en 2019 estaba clasificado como el 8º país más pobre del mundo.

Su población es de unos 21 millones de habitantes, repartidos sobre una superficie de 274.200 km2 (la mitad de España). Aunque se trata de una población fundamentalmente rural, cada vez más personas se marchan hacia los grandes centros urbanos del país en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. En 20 años, la proporción de población viviendo en zona urbana ha pasado del 17% al 30%. La capital, Uagadugú, concentra el 10% de la población del país, con unos 2 millones de habitantes, así como la gran mayoría de los servicios básicos, incluyendo los de salud.

La población de Burkina Faso es muy joven: el 44% tiene menos de 15 años y el 65% tiene menos de 25, siendo la esperanza de vida de 61 años. Sólo la mitad (52%) de la población está alfabetizada y menos del 10% logra acceder a estudios superiores.

La región del Sahel Central, que además de Burkina Faso incluye a Malí y Níger, sufre una fuerte inestabilidad desde hace años. En el caso de Burkina Faso desde 2014, tras la salida del país del presidente, Blaise Compaoré, que con 27 años en el poder fue forzado a dejarlo por la presión de un levantamiento popular, seguido de un intento fallido de golpe de estado militar en 2015. Desde 2016, el Norte del país sufre una fuerte degradación en seguridad multicausal y se han producido varios ataques yihadistas contra representantes del Estado y población civil. En 2016, 2017 y 2018, la capital sufrió tres ataques terroristas en los que fallecieron decenas de civiles. En el primero, en enero de 2019, centenares de civiles perecieron a causa de la violencia intercomunitaria en el Norte del país y se contabilizaron más de 60.000 personas desplazadas internas, que se vieron forzadas a huir de sus hogares. Este funesto ataque logró que, después de tres años de actos puntuales de violencia armada, se reconociera a nivel nacional e internacional que, el país estaba entrando en una crisis humanitaria. El Ministerio burkinés de la Mujer, de la Solidaridad Nacional y de la Familia, incorporó una cartera de Ayuda Humanitaria y las Naciones Unidas (NN. UU.) pusieron en marcha el sistema de coordinación internacional para ayudar al país. Pero fue sólo en diciembre de 2019 cuando se activaron oficialmente los grupos de trabajo de la comunidad humanitaria llamados “clusters” («Cluster Salud», «Cluster Nutrición», etc.), para que la ayuda de emergencia llegara a las poblaciones más vulnerables, o al menos, a las más accesibles.

En estos momentos se está poniendo en marcha una coordinación civil-militar. Sin embargo, el reto para la sociedad civil en general, y las ONG en particular, es asegurar que tanto las fuerzas armadas como NN. UU. escuchen su voz y tengan en cuenta sus propuestas y posicionamientos -ya que no comparten los mismos modos de intervención y valores de neutralidad e independencia-, así como asegurar que los grupos armados no los consideren “enemigos” o un riesgo.

A pesar de estos esfuerzos, ciertas zonas del país siguen inaccesibles no sólo para las autoridades, sino también para las ONG y NN. UU., por lo que la ayuda no llega a las poblaciones que más lo necesitan. Esta inaccesibilidad está marcada por una alta inseguridad y la falta de interlocución clara, especialmente no gubernamental, para tomar parte en los posibles procesos de diálogo o negociación.

Los ataques de grupos armados han aumentado exponencialmente desde enero de 2019. Cinco de las trece regiones del país, en el Norte y el Este, afrontan crisis humanitarias. En agosto de 2020 había más de 1 millón de personas desplazadas internas en el país, es decir, 17 veces más que en enero de 2019, sin olvidar las 30.000 personas refugiadas malienses que están viviendo en el país desde 2012.

Según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las NN. UU. (OCHA, por sus siglas en inglés), 2,9 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, el 14% de la población de Burkina. De éstas, 2,1 millones necesitan ayuda alimentaria y 1,5 millones están directamente privadas de acceso a la salud, con 95 centros de salud cerrados y otros 199 funcionando en mínimos y/o intermitentemente, lo que impacta de forma muy negativa en la atención primaria. Afortunadamente, y aunque con serias deficiencias en sus servicios -especialmente ahora con la COVID-19-, los hospitales del país y en general los de la región Sahel siguen funcionando.

La crisis humanitaria de Burkina Faso se enmarca en una más amplia que asola a la región del Sahel, y especialmente a Sahel Central, que sufre una fuerte crisis alimentaria con disminución constante de la producción agrícola y ganadera durante los últimos cuatro años. En agosto de 2020 as tasas de malnutrición aguda de los y las menores de cinco años -en ciertos lugares de reagrupamiento de poblaciones desplazadas- superaban en varios puntos los límites críticos que establece la Organización Mundial de la Salud (OMS): más del 15% de los y las niñas sufrían malnutrición moderada (la situación es urgente para más del 10%) y más del 4% sufrían malnutrición severa (la situación es urgente para más del 2%). La situación nutricional se vuelve además muy crítica en ciertas zonas. Por ejemplo, el centro de atención a las y los menores de cinco años con malnutrición severa y complicaciones del hospital regional de Dori, recibió en octubre de 2020 hasta 100 pacientes por día, cuando tiene capacidad sólo para 35.

La situación sanitaria global es, por ello, muy preocupante, con centenares de miles de personas que se desplazan y agrupan en diversas zonas rurales y en centros urbanos como Djibo (Sahel) o Kaya (Centro-Norte), y se suman a la población ya existente, aunque los centros de salud ni tenían ni tienen -ahora menos- capacidad para atender a toda esta población. El Estado y las organizaciones presentes en el país, como Médicos del Mundo y otras ONG y agencias de las NN. UU., están abriendo centros de salud avanzados y provisionales, que consisten en lonas y tiendas con el mínimo de equipamiento y personal disponible para poder responder a estas necesidades. Las clínicas móviles ya no pueden desplazarse lejos de los centros urbanos por las amenazas de ataques, así que no pueden atender a la población más alejada. Todo ello está derivando en una situación insostenible.

Desde 2018, el personal de salud, tanto del Estado como de las ONG, ha sido objeto de varios ataques que han resultado en el secuestro de varias personas por los grupos armados y el ataque a vehículos. Varias ambulancias han sido robadas o destruidas por el fuego, y las evacuaciones y derivaciones de personas enfermas, incluso aquellas con complicaciones, son casi imposibles de realizar en ciertas zonas. Frente a esta situación, los y las agentes de salud de estas zonas abandonan sus puestos o solicitan una reubicación, sin que exista remplazo porque nadie quiere ir a trabajar en ellas.