Pandemia, guerra, crisis alimentaria

2022

José María Medina Rey
Responsable de gestión del conocimiento - Enraíza Derechos

En 2016, por iniciativa de la Unión Europea, la FAO y el PMA, se creó la Red Global contra las Crisis Alimentarias y esta red comenzó a elaborar un informe anual titulado “Global Report on Food Crises”. La edición de 2021 señalaba que la pandemia de COVID-19 fue en 2020 el principal impulsor de la inseguridad alimentaria aguda para más de 40 millones de personas en situaciones de crisis, emergencia o hambruna (IPC9 Fase 3 o superior) en 17 países, frente a alrededor de 24 millones de personas en ocho países en 2019. El impacto socioeconómico de COVID -19 agregó más dificultades en algunas de las peores crisis alimentarias. En 2021 las crisis económicas, incluyendo el impacto de la pandemia de COVID-19, fueron factor primario, secundario o terciario de inseguridad alimentaria en 48 de los 53 países/territorios cubiertos en la edición 2022 del informe.  La situación de partida previa a la pandemia de COVID19 no era buena; durante varios años se habían incrementado las cifras de personas en situación de hambre, inseguridad alimentaria y malnutrición. No se estaba en camino de cumplir los compromisos del ODS 2. Pero la pandemia complicó considerablemente este objetivo. En 2020 padecieron hambre en todo el mundo entre 720 y 811 millones de personas, es decir, entre 118 y 161 millones de personas más que en 2019. La prevalencia de la subalimentación creció en apenas un año del 8,4% a cerca del 9,9%. Además, casi una de cada tres personas en el mundo careció de acceso a alimentos adecuados, lo que supuso un aumento en solo un año de casi 320 millones de personas sin acceso a una alimentación adecuada. 

La crisis de la pandemia afectó a los sistemas alimentarios y limitó el acceso de las personas a los alimentos a través de múltiples dinámicas, en unos casos por la interrupción de las cadenas de suministro de alimentos a raíz de los bloqueos provocados por las medidas adoptadas para prevenir y paliar los brotes de COVID-19; en otros por la desaceleración económica mundial, la desigual recuperación a medida que circulaban nuevas variantes del virus y causaban más amenazas a la salud pública y seguridad alimentaria y la pérdidas de ingresos por parte de muchas personas. 

La pandemia ha supuesto una situación de recesión global. El PIB mundial decreció un 3,3% en 2020 como resultado de la desaceleración económica causada por esta crisis sanitaria global. Para muchas personas la pandemia y las medidas para atajarla se tradujeron en desempleo, pérdida de ingresos y dificultades para comprar alimentos, en un contexto de subidas de precios. Según el índice de precios que maneja el Banco Mundial, los precios mundiales de los alimentos subieron un 14 % en 2020, lo que se tradujo en que un número considerable de personas se quedara sin alimentos o redujera su consumo.  Muchas personas que trabajan informalmente, en servicios, restaurantes y comercio minorista, perdieron sus medios de subsistencia; también, las personas que trabajan en la agricultura, como temporeros, y que, para completar sus ingresos, necesitan migrar temporalmente y dedicarse a actividades no agrícolas, tanto a nivel nacional como internacional, para apoyar sus medios de vida y obtener capital para invertir en su terreno. Las poblaciones más pobres y vulnerables que tienen menos recursos para hacer frente a la pérdida de empleos e ingresos y, por lo tanto, tienen menos capacidad para adaptarse a la crisis, son las más afectadas. Muchas de estas personas han tenido que optar por reducir raciones o por una alimentación de menos calidad y menos nutritiva. 

Por si el impacto de la pandemia sobre la crisis alimentaria hubiera sido poco, en 2022 se ha sumado el impacto de la guerra en Ucrania. Es conocido el efecto que tienen las situaciones de conflicto sobre las crisis alimentarias. Se estima que más del 60% de la población en situación de hambre vive en países en situación de conflicto. Las poblaciones que viven en un contexto de conflicto estén más expuestas a situaciones de inseguridad alimentaria, porque estas situaciones pueden hacer perder cosechas o impedir que se cultiven los campos; pueden romper los mercados e impedir un adecuado abastecimiento alimentario para la población; pueden destruir otros bienes e infraestructuras, empobrecer a la población y dificultar su acceso económico a los alimentos; pueden desplazar a la población que, de esta manera, pierde sus medios de vida; puede dificultar el acceso de la ayuda humanitaria, incluyendo la ayuda alimentaria de emergencia, generando riesgo de hambruna; la población puede quedar paralizada por el miedo y sin capacidad para desarrollar medios de subsistencia alternativos.  

Pero la guerra de Ucrania ha puesto de relieve otra conexión entre los conflictos y la crisis alimentaria. El peso de Rusia y Ucrania en el comercio internacional de algunos productos agrícolas básicos llevó a la FAO a prever desde el inicio un negativo impacto de la guerra en el sistema alimentario y en la crisis alimentaria global. Hay que tener presente que ambos países suponen el 40 % de las exportaciones del gas mundial, el 30 % de los fertilizantes, el 30 % de las exportaciones de trigo, el 50 % de las de aceite de girasol y el 23 % de las de cebada mundial. Por todo ello, la mezcla entre una coyuntura alimentaria compleja, con motivo de la pandemia, junto a la situación provocada por la invasión, suponen una combinación muy peligrosa para la economía mundial que va a afectar sobre todo a la población más vulnerable del planeta. El economista jefe de la FAO, Máximo Torero, ha señalado que en 2023 podemos tener un problema de abastecimiento de alimentos básicos a nivel global, un problema de disponibilidad; esto podrá hacer subir aún más los precios y generará graves problemas para los países más vulnerables, que ya han visto encarecerse enormemente sus importaciones de alimentos. 

Algunos países -especialmente países menos avanzados y países de bajos ingresos con déficit alimentario- tienen una gran dependencia de los suministros de alimentos de Ucrania y Rusia para satisfacer sus necesidades de consumo. Algunos ya venían sufriendo los efectos negativos de los altos precios internacionales de alimentos y fertilizantes antes del conflicto. Hasta 47 países tienen una dependencia mayor del 30 % de las importaciones de trigo proveniente de Ucrania y Rusia; y de ellos, 27 tienen una dependencia mayor del 50 %, entre los que están Eritrea, Somalia, Armenia, Georgia, Líbano, Egipto, Congo, Tanzania, Ruanda, Namibia, Senegal o Mauritania. Algunos, como Benín, tienen una dependencia total de las importaciones de trigo de Ucrania y Rusia. Esos 47 países, en conjunto, representan una población de más de 1.300 millones de habitantes.  Por tanto, este conflicto no solamente conlleva un riesgo de inseguridad alimentaria de algunos sectores de la población ucraniana afectada por la guerra, sino que, por el papel de los dos países en el sistema alimentario global, supone un riesgo de crisis alimentaria para muchos países. 

A pesar de que las existencias mundiales de arroz, trigo y maíz —los tres principales alimentos básicos— siguen siendo históricamente altas, la confluencia sobre los sistemas alimentarios de los impactos de la pandemia, el cambio climático, las devaluaciones monetarias y el encarecimiento del petróleo, junto con el impacto de la guerra de Ucrania, están afectando a la disponibilidad y accesibilidad económica a los alimentos, dado su efecto sobre la formación de precios.  Para hacer seguimiento de los precios mundiales de los alimentos, la FAO calcula desde 1990 el índice de precio de los alimentos. Es un índice complejo, compuesto por los precios de los 55 alimentos más básicos, organizados en cinco grupos (cereales, aceites y grasas, azúcar, carnes y productos lácteos). En marzo 2020, con datos prepandemia, el índice FAO de precio de los alimentos era 95,2; en marzo 2022, con el impacto de la pandemia y de la guerra en Ucrania, el índice alcanzaba un récord histórico: 159,7 puntos. 

En resumen, tenemos un sistema alimentario que no cumple con su finalidad primordial, que es alimentar de forma suficiente y adecuada a todas las personas; que además está generando un negativo impacto ambiental que se traduce en enormes emisiones de gases de efecto invernadero, sobreexplotación de acuíferos, degradación de suelos, pérdida de biodiversidad, agotamiento de los bancos de peces, etc.; que también está provocando una enorme carga de enfermedad (diabetes, hipertensión, determinados tipos de cáncer, etc.) hasta el punto que se estima que cada año se producen en el mundo 11 millones de muertes por causas asociadas a la mala alimentación; que tiene el enorme desafío de incrementar la producción de alimentos para una humanidad creciente en un contexto de cambio climático y reduciendo significativamente su huella ambiental; y que, además de todo eso, está tensionado por los impactos acumulados de la pandemia de COVID-19 y de la guerra en Ucrania. 

Tenemos crisis alimentaria y crisis del sistema alimentario. Las soluciones que busquemos, aunque respondan a las necesidades de corto plazo (a los millones de personas en situación de inseguridad alimentaria aguda), tienen que tener una mirada de largo plazo. El sistema alimentario global necesita una reforma profunda, con cambios radicales tanto en la forma en que producimos alimentos como en la forma en que los consumimos. Y el tiempo se nos va acabando.